Читать онлайн «Lo que se de los hombrecillos»

Автор Хуан Хосе Мильяс

Juan José Millás

Lo que sé de los hombrecillos

1

Estaba escribiendo un artículo sobre las últimas fusiones empresariales, cuando noté un temblor en el bolsillo derecho de la bata, de donde saqué, mezclados con varios mendrugos de pan, cuatro o cinco hombrecillos que arrojé sobre la mesa, por cuya superficie corrieron en busca de huecos en los que refugiarse. En esto, entró mi mujer, que ese día no había ido a trabajar, para preguntarme si me apetecía un café. Cuando llegó a mi lado ya no quedaba ningún hombrecillo a la vista, sólo los pedazos de pan y algunas migas.

– ¡Qué manía! -dijo refiriéndose a mi hábito de guardar en los bolsillos mendrugos de pan cuya corteza roía con los mismos efectos relajantes con los que otros fuman o toman una copa.

Le disgustaba esta costumbre, aunque mis mendrugos no hacían daño a nadie y a mí me proporcionaban placer. Por lo general, tras escribir un párrafo del que me sentía satisfecho, sacaba uno del bolsillo y le daba tres o cuatro bocados mientras pensaba en el siguiente. Por alguna razón, asociaba el ejercicio de roer a la producción de pensamiento.

Cuando mi mujer abandonó la habitación, respiré hondo, aliviado de que no hubiera visto a los hombrecillos. De otro modo habría pensado que estaba loca y yo no habría sabido convencerla de lo contrario. Deduje que se habían metido en el bolsillo de la bata por la noche, atraídos por los mendrugos de pan, que quizá eran capaces de olfatear. Pese a la rapidez con la que desaparecieron, me dio tiempo a advertir que eran como los recordaba de otras ocasiones: delgados y ágiles cual lagartijas. Llevaban, sin excepción, trajes grises, camisa blanca, corbata oscura y sombrero de ala a juego, igual que los actores de cine de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Algunos cojeaban al correr, quizá les hubiera hecho daño sin darme cuenta al sacarlos del bolsillo.

Tras pensar un rato en ellos, intenté olvidar el incidente y volví al artículo con poca disposición, pues tenía la mente dispersa, no ya por los hombrecillos, sino porque le daba vueltas esos días a la posibilidad de dejar las clases de doctorado, productoras de más contrariedades que de satisfacciones. Al jubilarme, había sentido como un halago el nombramiento de profesor emérito, distinción reservada para unos pocos.

Amortizada esa satisfacción, consideré que me había equivocado. Yo era muy puntilloso (muy obsesivo, dirían otros) con el trabajo y aunque a aquellas alturas no necesitaba preparar las clases, detestaba enfrentarme a los alumnos sin haber trabajado previamente la materia. Cuando hablaba de estas dudas con mi mujer, ella me animaba a continuar.

– Son muy pocas horas al mes -decía-. Además, las clases te obligan a salir de casa, a relacionarte con la gente. No las dejes, o espera al curso que viene y lo piensas durante el verano.

Ella temía que acabara abandonándome si prescindía de los pocos compromisos que todavía me obligaban a salir de casa. Dado que yo compartía ese temor, me afeitaba y me duchaba todos los días. Y aunque pasaba la mañana en pijama y bata, porque me encontraba así más cómodo, a la hora de comer me vestía, tuviera o no que salir. En cualquier caso, un par de veces a la semana iba a hacer la compra, tarea que había asumido con gusto al jubilarme. El ajetreo del mercado (teníamos uno tradicional muy cerca de casa) me ayudaba a pensar. No era raro que las mejores ideas para mis artículos surgieran mientras hacía cola en la pollería o en el puesto de la fruta.